El siguiente artículo constituye una reflexión profunda sobre el sentido de las evaluaciones PISA, y de los usos que se les da ¿Bajo qué supuestos se elabora la prueba? ¿Qué relación tiene con el colonialismo cultural?
No deja de ser una paradoja que la investigación educativa y
la pedagogía hayan avanzado tanto, al mismo tiempo en que el debate público
sobre la educación se haya empobrecido de una manera tan elocuente. En efecto,
durante los últimos 50 años, las ciencias sociales han puesto de relevancia la
complejidad de los procesos educativos, la multiplicidad de variables,
dinámicas y tensiones que operan en el campo escolar, así como las dificultades
de generalizar políticas, programas y reformas que desconsideren las
especificidades que poseen los sistemas de educación en cada país o en cada
región. Aunque el haber ido a la escuela parece dotar a todos los individuos de
la capacidad necesaria para proponer una solución viable a la profunda crisis
educativa que estamos viviendo, el desarrollo de la investigación sobre las
instituciones escolares y la educación, han puesto de relevancia que opinar
sobre el asunto suele ser más complejo de lo que habitualmente suponemos.
También han puesto en evidencia que las generalizaciones y las recetas
milagrosas suelen ocultar más que mostrar las dimensiones involucradas en los
procesos de cambio educativo que atraviesan nuestros países. Entre tanto, cada
tres años, el mundo parece detenerse en la víspera de la publicación de los
resultados de una prueba que, milagrosamente, parece resumir los grandes
secretos del presente y del futuro de la educación.
El Programa para la Evaluación Internacional
de los Estudiantes, PISA, fue creado por la Organización para la Cooperación y
el Desarrollo Económico, OCDE, a mediados de los años 90 y, cada tres años,
presenta un balance del estado de los aprendizajes de los jóvenes entre 15 y 16
años en cerca de 70 países. PISA incluye una prueba en tres campos de
conocimiento (matemática, ciencias y lectura), además de una encuesta aplicada
a alumnos y personal escolar. Sus resultados son presentados como una especie
de oráculo capaz de diagnosticar el estado de los sistemas educativos a nivel
global y los cambios que ellos deberán enfrentar para estar a la altura de los
desafíos que los nuevos tiempos imponen.
PISA parece haber logrado una verdadera hazaña ideológica:
imponer como evidente y necesaria la suposición de que los sistemas escolares
de todos los países pueden ser evaluados mediante la aplicación de una misma
prueba aplicada a un conjunto de estudiantes elegidos al azar. El razonamiento
parece simple y encuentra sus raíces en una concepción particular, y de forma
alguna “universal”, acerca del aprendizaje, la función de la escuela y el
desarrollo educativo. Se trata de replicar a nivel mundial lo que las escuelas
hacen todos los días con sus alumnos. La “prueba” suele ser el método habitual
mediante el cual los docentes observan el grado de aprendizajes alcanzados por
sus alumnos. Las pruebas casi siempre son corregidas en una escala numérica
donde los que obtienen las notas más altas son los “buenos” alumnos y, los que
obtienen las más bajas, los “peores”. Así las cosas, sin demasiada imaginación,
aunque con una sorprendente eficacia política, la OCDE, ha implementado un
sistema internacional de evaluación que, indagando el grado de conocimientos
adquiridos en matemática, ciencia y lectura, en una muestra representativa de
alumnos de algo más de 60 países, puede determinar el grado de eficacia de cada
sistema educativo nacional, así como la jerarquía general o por campo de
conocimiento de las naciones involucradas. Los países con mejores notas tendrán
un sistema educativo mejor, los que obtienen peores calificaciones, un sistema
escolar peor.
Un ranking, un simple ranking, puede mostrar el grado de
desarrollo de cada sistema educativo involucrado en la prueba, sus potencialidades
y limitaciones.
La enorme proliferación de ranking en el campo educativo
puede hacer pensar que el modo de organizar instituciones y países en un orden
de jerarquía, productividad o eficacia ha sido el procedimiento que siempre
hemos utilizado y recomendado en educación, por sus probados beneficios para
mejorar o superar los problemas que enfrentan los sistemas de escolares. Vale
destacar que, aunque durante los últimos 250 años siempre se ha afirmado que la
educación está en crisis, sólo muy recientemente se ha considerado que era
posible evaluar, comparar y organizar jerárquicamente los sistemas educativos a
nivel mundial, organizándolos en una lista de ganadores y perdedores similar a
la que muchos docentes construyen día a día en su sala de clase.
Se trata de un cambio de perspectiva de la mayor importancia
y, aunque sus bases sean simplistas, reduccionistas y aberrantes en términos
analíticos, no podemos soslayar sus alcances: ¿cómo ha sido posible convencer
al mundo que la aplicación de una prueba a medio millón de jóvenes de diversos
países nos puede ofrecer un mapa, una radiografía, una imagen del estado de la
educación en cada una de nuestras naciones en términos particulares y del
planeta de modo general?
PISA parte de tres supuestos que deben ser analizados y
cuestionados:
Supone, haciendo gala de un colonialismo
pedagógico sin precedentes, que es posible que un conjunto de especialistas
puedan definir las competencias fundamentales que son necesarias para enfrentar
los retos y desafíos de la supuesta “vida real”; esto es, la competitividad
económica, las demandas y necesidades de consumo, participación y bienestar. El
presupuesto de PISA es que existe un único mundo (no hace falta adivinar de qué
color), un única cultura, un único modelo de bienestar y una única forma de
insertarse productivamente en este mundo. Ese ideal de mano única puede y debe
ser sintetizado en un conjunto de competencias necesarias para transitar sin
tropiezos hacia esa meta a la que todos aspiran a llegar: el éxito económico.
Cuando en el mundo casi todas las religiones se acostumbraron a aceptar que la
diversidad religiosa era inevitable, PISA nos impone la monogamia cognitiva más
brutal y autoritaria. En la escuela hay que aprender un conjunto de cosas que son
fundamentales para cualquier persona en cualquier lugar del planeta, tan
fundamentales que es posible idear una prueba de alta complejidad que pueda
determinar el grado de dominio de esas competencias a escala mundial,
organizando un ranking de países en función del éxito o del fracaso que
experimentan sus alumnos en apropiarse de esos saberes. Los mejores triunfarán,
los peores fracasarán. Nuevas retóricas para viejas realidades.
Supone que el grado de eficacia de una
institución educativa y, por efecto aditivo, de un sistema escolar, puede
determinarse mediante una instantánea, una fotografía tomada en un
determinado momento de su trayectoria, la cual sintetiza en sus trazos, todos
los atributos e informaciones necesarias para juzgar la productividad, eficacia
e impacto de las acciones que en él se desarrollan. Un instante capaz de
reflejar el todo, mediante indicadores numéricos de rendimiento. La prueba, en
este sentido, posee una verdadera aspiración mística: es la evidencia del
milagro que la ciencia de la evaluación nos ofrece. En algunas pocas horas,
algo más de 500 mil jóvenes de todo el mundo responderán una encuesta y
realizarán una prueba. Esos papeles garabateados resumirán el grado de
desarrollo de los sistemas educativos a nivel mundial y generarán debates
pasionales acerca del presente y el futuro de nuestros países, derrumbarán
ministros, harán entrar en la gloria del Olimpo pedagógico a naciones
inimaginadas, nos dirán quiénes podrán salvarse y quiénes estarán condenados a
la vergüenza del purgatorio.
Supone que la evaluación de un sistema es
requisito necesario y suficiente para ofrecer la solución a los problemas que
el sistema enfrenta. En suma, que los resultados de las pruebas y los datos
aportados por la encuesta nos brindan los elementos necesarios para definir las
acciones correctivas que debemos aplicar para mejorar el desempeño de nuestras
instituciones escolares. Por otro lado, aunque suele alertar sobre los riesgos
del mal uso del ranking, la OCDE utiliza la jerarquía en los resultados de
rendimiento como un efecto pedagógico de demostración que estimula la
competencia, el deseo de mantener las posiciones alcanzadas y superar los
problemas puestos en evidencia. El ranking educa, forma, construye un ethos,
orienta, conduce.
Estos supuestos constituyen los tres pilares de la razón
jerárquica: el colonialismo cultural y el idealismo pedagógico; la aberración
metodológica de la subordinación del todo a una parte: y, la naturaleza
normativa y prescriptiva de los resultados de una prueba artificialmente
estandarizada. PISA es un emblema de los extravíos y delirios a los que nos
somete la razón jerárquica en el campo educativo.
La patética profusión de festejos y llantos, lecciones y
quejas, promesas y humillaciones que rodean la muy bien montada operación
mediática de presentación de los resultados de PISA es mucho más que un
inventario anecdótico de sandeces. En rigor, si Comenio, Rousseau y Dewey
resucitaran, volverían a morirse por el nivel de locura al que ha llegado
nuestra pedagogía política y la política de nuestra pedagogía. El mundo se
inunda de especulaciones, relatos, alegatos, narraciones ficcionales, sospechas
infundadas, diagnósticos sobre diagnósticos acerca del por qué, los asiáticos
aprenden más y mejor que los occidentales. Una verdadera estupidez que sólo
debería quitarle el sueño a los burócratas de la OCDE, pero se lo quitan a
bastante más gente, entre quienes me incluyo.
En la edición 2012 de PISA, recientemente publicada, los
chinos se llevaron todos los méritos, aunque participaron con algunas ventajas.
Por ejemplo, si bien casi todos los encuestados fueron “países”, China lo hizo
con Shangai, una de sus principales ciudades. También con la ciudad de Taipei y
los territorios de Hong Kong y Macao, ocupando así cuatro de los seis primeros
lugares.
España no tuvo la suerte de China y participó como país. No
cabe duda que los resultados hubieran sido mejores si sólo hubiera competido
con los barrios de Salamanca en Madrid y Pedralbes en Barcelona. Como quiera
que sea, el mal desempeño de la Península sirvió para demostrar que la Ley Wert iba a mejorar o
empeorar las cosas, según quién contara la historia. No me une
al verborrágico ministro Wert ninguna relación de simpatía. Sin embargo, creo
que de lo único que no puede culpársele es del desempeño de los jóvenes
españoles en las pruebas llevadas a cabo por los tecnócratas de la OCDE. Tampoco, por
cierto, puede atribuírsele ningún mérito en las aparentes oportunidades de
superación que promete brindar su ley privatizadora y de ambiciones
excluyentes. En lo único en que coinciden buena parte de los análisis, es que
el mal desempeño promedio de los jóvenes españoles se debe a los inmigrantes.
Esa gente que parece no haberse dado cuenta que España está en crisis y se
obstina en permanecer en el país, teniendo hijos y nivelando hacia abajo el
resultado de las pruebas. La epistemología pedagógica franquista parece
persistir al tiempo, llevando a algunos a suponer que si los españoles fueran
puros, tendrían el desempeño cognitivo de los habitantes de Shangai en las
pruebas de matemática. PISA parece evaluar, pero, lo que en realidad hace, es
recomendar caminos para resolver problemas.
Por otro lado, aunque nos pasamos los últimos diez años
estudiando el "milagro educativo finlandés", acabamos descubriendo
que era mejor ser vietnamita que nórdico. El derrumbe de Finlandia ha puesto la
nación en jaque. Como si no faltaran motivos para deprimirse en invierno, los
finlandeses deberán abocarse ahora a saber por qué perdieron la pole position
ante unos orientales más inspirados en Milton Friedman que en Mao Tsé-Tung. Por
nuestra parte, deberemos abocarnos a estudiar el milagro chino o vietnamita,
pasando de la gélida eficacia nórdica al sombrío deslumbramiento pos-socialista.
Hasta hace pocos días, todos los que aspiraban a tener un
buen sistema educativo querían ser como los finlandeses. Veremos si ahora todos
quieren ser chinos o vietnamitas.
Los resultados de PISA deparan sorpresas agradables como,
por ejemplo, descubrir la existencia de Latvia, un país que nunca ha jugado la Copa Mundial de
Futbol, pero cuyos jóvenes saben más matemática, ciencias y lectura que los
noruegos, italianos, españoles, rusos, norteamericanos, suecos e israelíes.
Deberemos investigar dónde queda Latvia y qué “milagro educativo” realizan en
sus escuelas esos ignotos seres humanos. Si llegáramos a descubrir que los
latvios son de baja estatura, quizás podríamos desarrollar una tesis sobre la
relación inversamente proporcional entre la altura corporal y el buen
desarrollo cognitivo de las etnias más avanzadas del universo frente a los
desafíos del siglo XXI.
Pronto seremos inundados por artículos que prometerán
contarnos qué ocurre en las escuelas de Macao, Taipei. Hanoi o Riga, capital de
Latvia, y cómo debemos imitarlas para hacer de los nuestros, centros educativos
eficaces.
Latinoamérica se ha afirmado, ya en la quinta edición de
PISA, en los últimos lugares del ranking. Como si los 50 países que lo preceden
no existieran, Chile festeja ser el mejor de la región, aunque no puede ocultar
el alto grado de desigualdad de su sistema escolar. Los uruguayos lamentan lo
que suponen ser el deterioro irreversible de su sistema educativo,
curiosamente, el más igualitario de la región. Los brasileños festejan haber vencido a
los argentinos y, vaya sorpresa, los peruanos, aunque volvieron a salir últimos
en el ranking, conmemoran haber sido los que “más mejoraron en las pruebas del
2012”. Entre tanto, el Banco Mundial anuncia que América Latina es la región
del mundo donde más ha disminuido la pobreza. Creo, definitivamente, que hemos
enloquecido.
Los delirios de la razón jerárquica producen daños
cerebrales profundos. Obligados a justificar por qué están donde están, los
ministerios de educación de todos los países, naturalmente, menos el de China,
y quizás el de Latvia, tratan de explicar por qué les ha ido tan mal y prometen
mejorar en la próxima prueba. Habrá que esperar tres años.
Como quiera que sea, lo que nunca se cuestiona es la propia
prueba PISA. Un invento ideológico de enorme valor disciplinario y normativo.
Un dispositivo del nuevo orden mundial de la educación. Una
victoria de los poderosos. Una derrota de los que soñamos con un mundo más
libre, una educación más justa, una sociedad más humana.
Deshacernos de PISA permitirá avanzar en la lucha contra los
delirios de la razón jerárquica, contra los ranking que nos modelan, contra los
tecnócratas que, al describirnos, nos inventan.
Autor
Pablo Gentili. Nació en Buenos Aires en 1963 y ha pasado
los últimos 20 años de su vida ejerciendo la docencia y la investigación social
en Río de Janeiro. Ha escrito diversos libros sobre reformas educativas en
América Latina y ha sido uno de los fundadores del Foro Mundial de Educación,
iniciativa del Foro Social Mundial. Su trabajo académico y su militancia por el
derecho a la educación le ha permitido conocer todos los países latinoamericanos,
por los que viaja incesantemente, escribiendo las crónicas y ensayos que
publica en este blog. Actualmente, es Secretario Ejecutivo
Adjunto del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales
(CLACSO) y Director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales
(FLACSO, Sede Brasil).