En el
siguiente artículo su autor, Mempo Giardinelli, ofrece una visión crítica de
las evaluaciones PISA, haciendo hincapié en el uso que se les da a los
resultados ¿Se trata de una descripción cabal de la calidad de los sistemas
educativos?
Las
recientes notas sobre Finlandia, Estonia y Rusia llamaron la atención sobre los
Informes PISA (Programme for International Student Assessment) y su presunta
relación con la calidad educativa, tan cuestionada aquí por casi toda la
oposición.
El
asunto es importante y va más allá del actual presente electoral, en el cual
sería interesante, y necesario, que la educación adquiriese relevancia como
cuestión fundamental para imaginar una Argentina futura.
Por
eso es válido retomar el análisis. Por un lado para desmitificar lugares
comunes que se repiten tontamente, como que PISA demuestra que nuestra calidad
educativa es pésima. Y por el otro para neutralizar discursos paralizantes y
sin propuestas que ofrecen como única medida del supuesto desastre lo que no es
más que un testeo cuestionable y de dudosa validez para países como el nuestro.
Conviene
explicar entonces qué es ese programa, cuáles son sus objetivos y en qué puede
ser útil –o no– para un país como el nuestro.
Ante
todo hay que recordar que PISA depende de la OCDE (Organización para el
Comercio y el Desarrollo Europeo), que es una asociación de países cuyo
objetivo común es determinar perspectivas económicas en función de sus
intereses, así como “medir la productividad y los flujos globales del comercio
y la inversión”. O sea que no se trata de un programa hecho por una institución
educativa, ni su propósito es sugerir o proponer reformas educativas.
Fundada
en 1961, con sede en París y llamada “el club de los países ricos”, la OCDE
está integrada por unos 30 países que en 2012 representaban el 70 por ciento
del mercado planetario y el 80 por ciento del PNB mundial. De América latina
sólo son miembros México (desde 1994) y Chile (desde 2010), y están abiertas
las puertas para el ingreso de Costa Rica y Colombia. No sobra recordar aquí
que desde hace años los gobiernos de estos cuatro países priorizan sus Tratados
de Libre Comercio con Estados Unidos por sobre la integración latinoamericana y
que, por ejemplo en Chile, siempre mejor rankeado en los PISA, la educación es
un negocio privado.
El
Programa PISA realiza pruebas estandarizadas a estudiantes de 15 años de edad,
en más de 60 países y en los cinco continentes, y ha logrado que su informe
(que se difunde cada tres años) sea considerado como un sistema de comparación
“objetivo”. Lo cual no es verdad porque se trata de un análisis que solamente
considera la calidad de los sistemas educativos en función de valores
cuantitativos, sin tomar en cuenta las múltiples peculiaridades, tradiciones,
historias y circunstancias de cada una de las sociedades y culturas que se
exponen a ese examen, que en esencia no es más que una especie de competición
de niveles de inteligencia.
La
mayoría de los temas del examen, que dura algo más de dos horas, se puede
responder correctamente sin tener en cuenta las peculiaridades escolares de
cada nación. De donde los resultados suelen mostrar más bien las diferencias en
los IQ (coeficientes de inteligencia) generales de los países, antes que la
eficiencia de sus sistemas educativos. Por eso en los PISA a los países de
bajos ingresos y/o con muchos inmigrantes, y/o con minorías sociales o
pluriétnicas, inexorablemente les va mal. Y les seguirá yendo mal, lo que hace que
seguir exponiéndose a la competencia PISA acabe siendo una forma de flagelación
de colonizados.
No
son pocos los académicos que opinan que PISA no sirve para valorar la calidad
real de la educación de un país porque, de hecho, es una competición trienal
que no evalúa el conocimiento general de los estudiantes de cada sociedad, y
menos aún la aplicación de saberes en función de los intereses de sus pueblos.
Está muy bien evaluar niveles de inteligencia, pero no hay que olvidar que el
mundo está lleno de personas con altos IQ pero nula conciencia social. Una
honesta intención evaluativa, entonces, en países como el nuestro, forzosamente
debería tener en cuenta estos aspectos y no nada más cuantificar coeficientes.
Los
cuestionamientos a PISA son de índole diversa: unos apuntan al uso político que
se les da a los resultados, que establecen rankings pero no aportan ideas
educacionales innovadoras; otros subrayan la falta de matices en la formulación
de preguntas que ignoran las tradiciones e historias de países tan diferentes;
y otros más apuntan a que la comparación de resultados no sirve para determinar
el impacto de las políticas educacionales en sociedades tan distintas, ni mucho
menos ayudan a tomar decisiones puesto que los resultados de PISA son manipulados
inmediatamente por intereses políticos y económicos, y, claro, por charlatanes.
Parece
cada vez más necesario que al menos en nuestra América se inicie un camino
hacia evaluaciones propias y de acuerdo a las características y necesidades de
nuestros sistemas educativos, y teniendo en cuenta las peculiaridades de los
desarrollos relativos de cada nación. Un buen sistema de evaluación es
necesario, sin dudas, y perfectamente se podría consensuar uno nuevo con los
países hermanos de por lo menos la Unasur. Y no con espíritu competitivo sino
integrador de las mejores políticas educacionales de cada país. Lo que desde
luego ayudaría a mejorar –ésa evaluación sí– la calidad educativa de la región.
Puede
que esto parezca todavía algo utópico, si se recuerda que aquí tiene mucha más
prensa una cena que recolecta 150 millones de pesos para un candidato, y tiene
mucho más poder el perverso sistema de dirigentes, policías y jueces que dan
protección mafiosa a los barrabravas que han echado a perder al fútbol argentino.
Pero cuando se escucha a cualquier improvisado perorar sobre la “mala calidad
educativa” con tal de pegarle al gobierno K (que más allá de errores es el que
más ha hecho por recuperar la educación pública después de dos décadas
desastrosas), se impone recordar que el desastre educacional argentino se lo
debemos al autoritarismo y la censura de la dictadura primero, y a la Ley
Federal de Educación menemista de 1992 después. Ese, que ahora amenaza retornar
por vía electoral, es el sistema todavía imperante, abstruso y falsamente
federal porque en él disputan intereses 24 ministerios de educación y decenas
de organizaciones gremiales.
De
ahí que resulte tan curioso el hecho de que, al menos en este país, PISA sigue
siendo aceptado como modelo de parangón, no sólo por oportunistas opositores
sino también, y sorprendemente, por el gobierno nacional.
Extraído
de
Página12
Buenos Aires el 30/3/15