Existen claras
dificultades en la interpretación de resultados de las Evaluaciones de Calidad
Educativa. Esto lo podemos adjudicar a diferentes causas ¿Intereses
corporativos dificultan la comprensión? ¿La imagen de una supuesta “escuela
tradicional”? ¿Las evaluaciones que se
efectuaban en la escuela?
Estamos más o menos de acuerdo sobre la existencia de este
peculiar fenómeno que podríamos llamar de “desinteligencia” para con los
resultados de las evaluaciones educativas; si estamos genéricamente de acuerdo
que parece haber un problema a nivel de las lecturas que la opinión pública
hace de los resultados de las evaluaciones de la calidad de la educación,
corresponde que ensayemos al menos alguna explicación sobre la cuestión.
En primer lugar creo que es necesario recordar algo que, por
obvio que pueda ser, no deja de resultar a la vez significativo y pertinente
para el problema que nos ocupa. Las evaluaciones de los resultados educativos
-en particular las de aquellos países donde el sistema de educación pública es
francamente mayoritario y simultáneamente portador de una cierta tradición de
prestigio- tienen una estrecha relación con fuertes intereses corporativos de
distinto tipo. Mencionemos al menos dos de los más relevantes.
Por un lado, muchas veces la educación privada requiere -al
menos en países cuyos sistemas educativos tienen las características
mencionadas- de la permanente afirmación de que sus resultados resultan ser
superiores a los de la educación pública. En muchos casos su estrategia de
desarrollo se basa en una reafirmación discursiva -más o menos consistente con
la realidad- de su capacidad de obtener resultados educativos superiores a los
de la educación pública. De lo contrario, de no reafirmar esta supuesta
superioridad en la calidad educativa de la educación privada, la razón de ser
de ésta queda reducida casi exclusivamente a la oferta de determinadas opciones
confesionales o a la de algunas peculiaridades lingüísticas y culturales. En
ese sentido, el discurso de la educación privada tiende a contribuir, de manera
más o menos explícita, a fortalecer toda tendencia que favorezca una lectura
crítica de los resultados de la educación pública.
Por el otro, las evaluaciones educativas también coliden
parcialmente con los intereses de una muy poderosa corporación docente que, al
menos en algunos de nuestros países, no está habituada a que los resultados de
su actividad profesional sean evaluados y públicamente expuestos. Ante todo,
las evaluaciones chocan con las tradiciones y con los intereses de la
corporación docente porque una gran parte o todo el proceso de evaluación
educativa, de la manera que se ha ido instrumentando en los nuevos procesos de
reforma, escapa política y administrativamente al control de los centros de
poder de la corporación.
Pero, además, las evaluaciones que terminan haciendo
públicos los resultados educativos, de alguna manera ponen “en cuestión” -y, lo
que es peor, lo hacen de manera sistemática, puesto que los sistemas de
evaluación están concebidos para funcionar de manera regular y permanente- su
desempeño como docentes profesionales por más que la publicación de los
resultados se lleve a cabo de la manera más general, promediada y anónima
imaginable y no permita la identificación de docentes, centros educativos o
unidad específica alguna dentro del sistema educativo.
Y creo que, en este sentido, cabe volver aquí a la
comparación con la situación y las reacciones que se producen en la educación
frente a las que se suscitan en otros ámbitos de la actividad pública, como la
salud pública, cuando de medir resultados se trata.
En primer lugar, tanto o más poderosa que la corporación
docente resulta ser la corporación médica de cualquiera de nuestros países. No
he sabido, sin embargo, de que dispongamos -al menos en el Uruguay estoy seguro
de que no es así- de algún mecanismo de evaluación de la eficacia y eficiencia
de los hospitales públicos (o privados), y eso marca, desde el vamos, una
diferencia importante.
En segundo lugar, y como síntoma mucho más importante de
esas diferencias, a pesar de que en muchos países de América Latina, en los
últimos años han hecho su aparición enfermedades previamente inexistentes o
erradicadas como el cólera, el dengue hemorrágico -o la misma aftosa a nivel
animal-, no tengo información de que el aparato de salud pública -o el de
sanidad animal puesto que, para al caso, la circunstancia es similar-, haya
sido radicalmente cuestionado en sus políticas y responsabilizado directamente
por los medios y la opinión pública de estas calamidades.
Todo parece entonces acontecer como si la opinión pública
concibiese que hay procesos que, por más que exhiban indicadores que muestran
falencias o resultados de poca calidad, su actividad pertenece a un ámbito
considerado de carácter “natural” -frente a los que poco pueden hacer al
respecto los tomadores de decisiones y los responsables políticos- y, por lo
tanto, el público tiende a eximir a los servicios estatales involucrados de
toda responsabilidad de dichos acontecimientos o resultados.
Sin embargo, la misma opinión pública no parece admitir que
pueda resultar también “natural” que exista una suerte de complejo pero
explicable “trade-off” entre la expansión abrupta de la matrícula de
determinado nivel del sistema educativo y la aparición de problemas de calidad
en ese mismo nivel de educación, y se muestra particularmente sensible ante la
constatación estadística de este tipo de problemas.
Una segunda explicación plausible para esta gruesa
dificultad que se genera con la transmisión de los resultados de las
evaluaciones educativas puede tener que ver con la imagen tradicional que la
opinión pública tiene de la educación pública y, fundamentalmente, de la
escuela pública.
Yo no estoy seguro de que esta argumentación sea aplicable a
todos los países y no sea ésta una visión fuertemente “uruguaya” de un problema
que, en realidad, es más general. Pero, en el caso del Uruguay, es evidente que
la instauración de estos nuevos procesos de evaluación de la educación se dan
de bruces con la creencia fuertemente arraigada en la opinión de que la escuela
pública uruguaya es una institución sistemáticamente exitosa y que se
encuentra, en última instancia, por encima de cualquier evaluación.
En ese sentido, en el Uruguay, pero estoy seguro que hay
casos parecidos en América Latina, la absoluta certeza del público de que la
escuela pública -y generalmente esta certeza se refiere a la “imagen” de una
escuela tradicional que hasta hace una década no hacía este tipo de
evaluaciones- era y es un dechado de virtudes, conspira directamente contra la
buena recepción de las políticas de evaluación sistemática en materia de
resultados de la educación.
En algún sentido la opinión pública se ofusca ante la
emergencia en la última década de estos “reformadores evaluadores”, que parecen
llegar sólo para anunciar malas noticias. El público recibe un mensaje del
tipo: “…la enseñanza que creíamos tan buena ahora resulta que no lo es…”. Como
se comprende fácilmente, se trata de un discurso de difícil asimilación y la
explicable tendencia a responsabilizar al mensajero por las malas noticias de
las cuales él es portador, seguramente opere en muchos casos.
Una tercera hipótesis que, entendemos nosotros, debe tenerse
en cuenta a la hora de explorar los desencuentros entre las evaluaciones
educativas y la opinión pública de nuestros países tiene que ver con lo que
podríamos llamar “un problema de legitimidad”. O, si ustedes lo prefieren, un problema
entre el tipo de legitimidad sobre el que se asientan las instituciones
educativas tradicionales y la emergencia de este nuevo tipo de evaluación que
se ha ido generalizando.
En efecto, conviene recordar que educación y evaluación son
dos actividades que están inextrincablemente vinculadas entre sí desde hace ya
mucho tiempo, si no es que desde el fondo mismo de la historia de la actividad
educativa. Bajo las más diversas formas, maestros y profesores, dentro del tipo
de institución educativa que fuere -escuelas carolingias o catedralicias,
escuelas de “métiers” dependientes de las corporaciones medioevales,
universidades de las más diversas órdenes eclesiásiasticas, tecnológicos
republicanos, etc.-, han aplicado desde siempre a sus alumnos muy variadas
modalidades de evaluación para confirmar la adquisición de saberes por parte de
aquellos. Estas modalidades de intentar registrar los aprendizajes pueden haber
sido más o menos racionales, más o menos adecuadas o, incluso, más o menos
arbitrarias, pero no hay ninguna novedad en cuanto a que la educación evalúe
los desempeños de los profesores o los saberes y los niveles de aprendizajes
obtenidos por sus alumnos9.
Pero conviene subrayar que este tipo de evaluación, cuya
legitimidad está asentada probablemente desde hace siglos, se lleva adelante
esencialmente en el espacio del aula o de su equivalente y como una actividad
estrictamente interna al proceso educativo mismo. O si se quiere, más
precisamente, un mecanismo de evaluación que se despliega exclusivamente en el
espacio de las relaciones entre maestro o profesor y alumnos y entre supervisor
o director y maestros o profesores.
En este tipo de evaluación, la noción de “resultado” es algo
que emerge del seno mismo de la relación maestro-alumno y, por lo tanto, los
parámetros que definen un resultado como “exitoso” o “deficiente” son
parámetros que surgen como parámetros internos a la actividad del aula, al
centro educativo, y, eventualmente, al régimen de supervisión del sistema
educativo. En suma, son evaluaciones cuyos resultados se construyen sin que
intervengan criterios ni agentes exteriores al sistema educativo tradicional.
Dicho en otros términos: las evaluaciones tradicionales en la educación poseen
una amplia legitimidad, porque forman parte integrante del proceso de
enseñanza-aprendizaje desde hace siglos, pero, sobre todo, porque en esas
evaluaciones son los propios agentes del sistema educativo que se evalúan a sí
mismos.
Pero, en realidad, no es éste el tipo de evaluación que nos
congrega aquí y no son estos mecanismos de evaluación los que nos preocupan por
sus efectos en la opinión pública y, por ende, en la política. La
evaluación y los resultados que hacen problema son aquellos que, precisamente,
no se procesan “in vitro”, ni en el ámbito preregulado del aula, ni en los
espacios jerárquicos del centro educativo o de la estructura corporativa de los
sistemas de enseñanza.
Los resultados que producen “desinteligencias” con los
medios y con la opinión pública son aquellos provenientes de censos, encuestas,
muestreos, “panels”, etc., obtenidos y dirigidos por personal -docente o no,
eso es secundario-, pero que tienen como objetivo medir el desempeño del
sistema educativo desde fuera de las rutinas, las jerarquías y, en última
instancia, los intereses de la corporación educativa.
Es entonces por ello que las evaluaciones de la actividad
educativa así construidas, desde un punto de vista explícitamente externo a la
lógica tradicional del sistema educativo mismo, plantean un problema de “legitimidad”
y, en consecuencia, plantean en muchos casos problemas políticos
significativos.
En particular en el seno del cuerpo docente y sus
jerarquías, las preguntas obvias que se disparan ante la instauración de esta
nueva mirada sobre el desempeño de la educación, son los siguientes: ¿Quién
mejor que yo, profesor o maestro, puede evaluar los conocimientos que
transmito? ¿Quién mejor que yo, docente, puede juzgar a mis alumnos? ¿Quién
mejor que yo, director, puede juzgar el funcionamiento del centro educativo?
¿Quién mejor que yo, inspector o supervisor, puede medir efectivamente el
desempeño de los profesores?
Por último, existe una cuarta hipótesis que conviene
considerar en la búsqueda de las razones por las cuales las evaluaciones de la
calidad educativa presentan tantas dificultades a nivel de la opinión pública.
Se trata de una hipótesis que es necesario explorar en un nivel más conceptual
o, si se quiere, más abstracto.
Cabe preguntarse hasta qué punto esta política de evaluación
sistemática de los resultados educativos no introduce una incongruencia
importante con algunos de los conceptos fundamentales de la educación pública
tradicional de nuestros países. Si nosotros seguimos manteniendo acertadamente,
como uno de los principios rectores de nuestra educación pública, el principio
de educar para la equidad, no resulta sorprendente que la opinión pública
imagine al sistema educativo como un servicio que imparte enseñanza de calidad
homogénea y que los aprendizajes que en ella se obtienen deberían ser
razonablemente homogéneos.
La publicación sistemática de resultados que exhiben la
existencia de diferencias entre los aprendizajes de los alumnos, entre los
aprendizajes conseguidos en los centros, entre los resultados educativos en las
diferentes regiones de un país, etc., introduce una perspectiva que contradice
la lectura ingenua del principio de educar para la equidad.
Que nuestros sistemas educativos eduquen para la equidad y
se esfuercen sistemáticamente en trabajar en ese sentido, no significa -ni
nunca significó- que obtengan ni puedan obtener resultados homogéneos, porque
ningún sistema educativo -y, menos aún, sistemas educativos de masas como lo
son los sistemas educativos contemporáneos-, puede compensar totalmente
diferencias económicas, sociales y culturales que trascienden la capacidad
democratizadora de los sistemas de enseñanza.
Otra cosa sería si nuestros sistemas educativos estuviesen
concebidos -como efectivamente en ciertos países pueden estarlo- y fundados en
otros principios. Si decidiésemos fundar y hacer descansar la razón última de
la educación pública sobre la búsqueda de la eficiencia o sobre el principio de
educar para la competitividad, seguramente que, en ese escenario, la
incongruencia a la que nos referimos más arriba sería menor o menos
perceptible. De hecho dejaría de ser una incongruencia, ya que las políticas de
evaluación deberían de ser reclamadas como una parte necesaria y funda mental
de la orientación básica de una educación que tiene como objetivos centrales la
eficiencia y/o la competitividad.
Entonces yo agregaría, como último elemento que intenta
explicar las desinteligencias y las incomprensiones que constatamos entre el
sistema educativo y la opinión pública en materia de evaluaciones de la calidad
de la educación, este aspecto que tiene dos componentes. Un componente
meramente informativo -la creencia del público de que educar para la equidad
consiste en generar resultados homogéneos que hagan desaparecer las diferencias
de origen social y cultural de los alumnos-, y un problema, de trasfondo
filosófico, que hace a la concepción última que rige al sistema educativo de
nuestros países.
Evidentemente, aunque nos aferremos como nos aferramos al
principio cardinal de que es necesario educar para la equidad, no podemos por
ello renunciar a las evaluaciones educativas aunque sus resultados puedan
aparecer como demostrativos de que una equidad estricta no reina en la educación. En primer
lugar, porque el principio de educar para la equidad se basa en la idea de
brindar igualdad de oportunidades mediante la educación y no en la de la
igualdad de resultados de los aprendizajes y, en segundo lugar, como veremos
inmediatamente, porque la herramienta de las evaluaciones educativas constituye
un componente fundamental para el desarrollo de cualquier sistema educativo
moderno. Particularmente para aquellos sistemas educativos que, orientados
filosóficamente hacia la equidad, han de estar permanentemente monitoreando los
resultados obtenidos en la materia.
Extraído de:
Encuentros y desencuentros con los procesos de evaluación de
la calidad educativa en América Latina
Javier Bonilla Saus
En: Evaluar las
evaluaciones
Una mirada política acerca de las evaluaciones de Calidad
Educativa
IIPE UNESCO
En la sección “Biblioteca” hay un link hacia el PDF completo