Las Evaluaciones de
Calidad Educativa han adquirido cierto nivel de publicación en los medios, que
excede lo esperable en su ámbito natural. Muchas veces son utilizados por los
medios, con fines que no son los de mejorar la Calidad ¿Se han convertido en un
objeto de adoración? ¿Pueden llegar a convertirse en un fin en si mismas?
La evaluación educativa se convirtió en un método
insuficiente, exagerado, fetichista y formalista. Pero a la vez es una
herramienta utilísima para gobernantes y ciudadanos, y no hay por qué arrojarla
al rincón de los trastos inservibles. Puede seguir. Debe seguir. ¿O acaso la
política prescindirá, por ejemplo, de las encuestas de intención de voto, a
pesar de que registren solamente fotos de lo que pasa y su instantaneidad no
tenga la riqueza de una película?
La evaluación incomoda a los ministros de Educación porque
se convirtió en una trampa de la cual ellos son las víctimas. Primero la
sobredimensionaron y ahora no saben cómo escaparse. Y no importa si las cosas
van mal o bien. La evaluación, para los ministros, representa la fatalidad de
que las cosas aparecen públicamente mal aunque vayan bien. Más aún: como los
ciudadanos carecen de instrumentos científicos de medición sobre la calidad de
la educación -otros, claro, además de su relación concreta y familiar con el
sistema educativo-, terminan esperando el momento de la difusión de resultados
con una ansiedad que en realidad no experimentan realmente.
Un ejemplo son las famosas listas de los colegios mejor
evaluados. Una vez por año se publican y entonces se pone en marcha el circuito
informativo de los medios de comunicación.
• Los diarios informan sobre la lista.
• A la mañana siguiente, un programa de radio llama a la
directora para preguntarle por qué en un pueblo perdido del interior argentino,
sin recursos económicos ni asistencia pedagógica, ella y su comunidad educativa
consiguieron el milagro.
• Por la tarde viaja el equipo de un canal de televisión.
Esta vez la nota son los alumnos. ¿Qué tendrán ellos de raros, pobrecitos?
• Y a la noche todo terminó. El circuito devoró su alimento
y sólo habrá que esperar a que el apetito vuelva a abrirse, seguramente con
informaciones que no provienen de la educación.
A veces, la evaluación se refiere a la calidad de los
docentes. O a cómo son los maestros cuando no se exponen en clase: qué leen,
cómo viven, qué comen, cuánto ganan, qué valores sustentan, hasta qué punto
superaron la discriminación, cómo están formados, qué sentido tienen la patria
y la democracia para los encargados de formar a los chicos en la educación
sistemática. En este caso, el circuito será distinto, porque además de la
información juega con fuerza la relación entre los docentes como colectivo
gremial y el Estado como patrón empleador. El circuito anterior quedará
“contaminado” por una doble sensación. Los docentes dirán que la evaluación no
es intelectualmente honesta porque el fin del Estado-patrón es el recorte de
derechos adquiridos. El Estado argumentará que los docentes como colectivo de
empleados están haciendo una utilización gremial de resultados que sólo tenían
como fin saber el estado real de la educación en un determinado momento.
Si la evaluación queda limitada al primer circuito o a
constituirse en un elemento más de la puja entre los maestros y el gobierno
pero todos tienen conciencia de que ahí no se acaba el mundo, no habrá problema
alguno. Sin dramas extraordinarios, el show continuará, porque siempre debe
seguir.
El ruido se produce cuando la evaluación cumple su papel de
profecía autocumplida y asciende en el ranking de la agenda pública hasta
parangonarse con la mismísima política educativa.
Esa es la fetichización tan temida. La imagen termina
reemplazando al objeto y ya nadie puede saber de qué se habla cuando las cosas
no eran tan difíciles.
¿Por qué la evaluación es un producto de consumo tan
digerible para los medios? Muy sencillo. Hay tres razones que tienen que ver
con la mañana del periodismo y con la tensión natural entre periodismo y poder
político.
Razón número uno: la evaluación permite ver cómo el gobierno
se mide a sí mismo.
Número dos: si hay fracaso evidente, permite fastidiar al
gobierno con un arma creada por la propia administración del Estado.
Número tres: si el fracaso no es evidente, es posible
interpretarlo como tal.
Pero también hay razones que no tienen que ver con las mañas
y la picardía.
Razones que dan la pauta de posibles alternativas al
sobredimensionamiento de la evaluación educativa.
Razón número uno: las listas de colegios corporizan la
educación en instituciones de carne y hueso.
Número dos: acercan la educación a la verdad de cómo es
percibida, es decir, como un elemento central de la vida cotidiana.
Número tres: ofrecen
una variante a la cobertura educativa tradicional del periodismo, a menudo
atada a los problemas presupuestarios, el pago de los docentes y la permanencia
o no del ministro de turno.
Número cuatro: brindan historias, individuales y colectivas,
sugieren rarezas, plantean misterios e incógnitas.
El riesgo de la evaluación como fetiche es que, lo mismo que
sucedió con la economía, termine vaciando la política. Que sea un
sucedáneo educativo de los fundamentals económicos y quede cristalizada como
una ideología vacía que funciona como espejo deformado de la realidad.
¿Quién podría negar la utilidad de evaluar los números macro
de la economía? Incluso antes de Maastricht, pero sobre todo desde el tratado
de Maastricht de 1991, por el que Europa se autoimpuso una serie de exigencias
económicas, el análisis económico tiene en cuenta, entre otras variables, la
relación entre deuda y producto bruto interno, tasa de inflación y déficit
fiscal. Pero a partir de ese punto el problema es doble.
Por un lado, la descripción suele terminar en una forma de
prescripción.
Por otro, esa descripción es forzosamente limitada. Un
ejemplo es el déficit fiscal argentino. En diferentes momentos de los últimos
años la Argentina hubiera podido ser miembro de la Unión Europea. Pero
la Argentina no queda en Europa, y además los organismos multilaterales de
crédito cuestionaron los grandes números a causa del déficit fiscal, que el
economista Salvador Treber calcula a moneda constante, tomado a pesos del 2001,
con una media anual de 66.657 millones de pesos para el período 1998-2000.
La cifra sola no dice nada. No tiene en cuenta, por ejemplo,
el endeudamiento externo, fruto a su vez de la entrada de capitales en su
mayoría especulativos, atraídos con altas tasas de interés y transformados muy
pronto en una impagable deuda en dólares. Una visión más profunda, como la del
ex vicepresidente del Banco Mundial Joseph Stiglitz, indica que los
fundamentals entendidos con esa limitación no permiten comprender la realidad. En el caso
argentino, según Stiglitz resulta imposible comprender el déficit fiscal sin
tener en cuenta que el bache no se debe tanto al gasto público como a la
privatización repentina y sin salvaguardias del sistema de jubilación de
reparto o público. La discusión, naturalmente, excede el plano académico. Dado
el origen distinto del déficit, una cosa es diagramar políticas pensando que el
único problema es el gasto provincial, y otra diseñarlas teniendo en cuenta la
inconveniente relación, que en la Argentina llega hasta la identidad absoluta,
entre bancos y administradoras de fondos de pensión.
Al margen de este hecho, el rubro “Remuneraciones” se
mantuvo en un 33 por ciento, mientras que el rubro “Intereses de la deuda”
pasaba del 12 al 16 por ciento.
O sea: el número permite sólo sobrevolar la realidad y
compararla en grueso. Es como un juego. Inútil, como todo juego, además, pero
sin una pizca de lúdico. El análisis más profundo, en cambio, tiene la
desgracia de los matices, que suelen ser engorrosos, pero la utilidad de la
sintonía fina.
La educación es, por definición, un fenómeno de largo plazo.
Es imposible mejorarla de un día para otro. Por fortuna, claro, también es
imposible empeorarla de un día para otro. La evaluación de la calidad
educativa, pero sobre todo su difusión, su conversión en instrumento público,
se encuentran con ese dato inamovible de la realidad, pero a la vez están
tironeadas por la urgencia fabricada en los últimos años en todo el mundo.
Ante este panorama negro, ¿la evaluación difundida igual que
en los últimos años tiene alguna utilidad? Es evidente que sí. Resulta
interesante tomar, en el caso argentino, no los resultados de la evaluación
sino los títulos de las coberturas de prensa para ver qué datos se convirtieron
en historia o en noticia y llegaron así a los ciudadanos.
• Los adolescentes tienen más dificultad para leer un texto
periodístico que uno literario. Por ejemplo, no saben distinguir la
argumentación de la noticia y carecen de los recursos para interrogar al texto.
• Los colegios más caros no son los primeros en el ranking
de Lengua y Matemática.
• Entre los primeros hay más privados que estatales.
• El nivel socioeconómico de los alumnos es determinante
tanto en Matemática como en Lengua. A nivel nacional, los hijos de padres con
educación secundaria o terciaria obtuvieron en 2001 un 69 por ciento de
respuestas correctas, mientras que los hijos de padres con escolarización
primaria llegaron al 51 por ciento. A nivel de la Capital Federal,
las cifras un dan 74,5 contra un 56,6 por ciento.
• Aun así, la escuela no reproduce exactamente ni en
términos regionales ni en términos sociales la cristalización de la Argentina
en una sociedad cada vez menos plebeya. La diferencia promedio en 2001 llegaba
al 14 por ciento, en una sociedad más polarizada que lo que esa cifra puede
indicar, como lo revela la existencia, en ese momento, de más de un 40 por ciento
de pobres dentro del total de población. El secretario de Educación de la
ciudad de Buenos Aires lo resumió así: “Entre un pobre que se recibió de
abogado y un rico que también se recibió hay menos diferencia que entre un
pobre que dejó de estudiar y un rico que estudió”. Conviene recordar que en
2001, a diferencia de años anteriores, el Ministerio de Educación no puso el
énfasis en los rankings de escuelas sino en los factores sociales que inciden
en la calidad educativa. En palabras del subsecretario de Educación de ese
entonces, Gustavo Iaies, “lo importante es que las escuelas sepan cuáles son
los factores que más inciden en la obtención de buenos resultados para que los
pongan en marcha”.
• A veces, también, la evaluación educativa fue interpretada
por algunos medios como si los editores fueran controladores de un organismo de
crédito y surgieron títulos como “La escuela no cumple con los objetivos
mínimos”.
• En la
Capital Federal, nuevamente, el 88 por ciento de los chicos
que llegan a tercer año terminan la secundaria.
• Los alumnos rinden mejor en Matemática que en Lengua.
• La Argentina no está peor que el resto de América latina,
pero América latina está al final del pelotón mundial.
• Es ilustrativo ver cómo interpretan los directivos de los
colegios los resultados de cada evaluación:
• Se quejan de los sueldos docentes.
• Explican que los sueldos bajos influyen sobre la
concentración, que resulta insuficiente, porque genera lo que en la Argentina
se conocía como “profesor-taxi”, aunque obviamente se trata de un
nombre-paradoja.
• Los directivos de escuelas públicas envidian a sus colegas
de las privadas porque suponen que el pago a los docentes es sensiblemente
superior.
En otras ocasiones, el reflejo periodístico de las
evaluaciones apunta a lo particular particularísimo. Al caso. A la historia. Al costado
humano.
Con la evaluación de 1998 en la Argentina proliferaron los
artículos de admiración por los resultados de las escuelas del interior del
país. La mejor primaria pública fue la escuela número 49 de Dorila, en La
Pampa, en la zona centro-sur del país. Los alumnos del pueblo de 244 habitantes
habían alcanzado un promedio de 91,43 puntos en Lengua y Matemática. Una
profesora explicó los resultados notables por el trabajo personalizado: no había
más de 16 chicos por aula. La directora contó que todos los días un ómnibus
recorre 205 kilómetros para traer y llevar a 25 chicos que viven en los campos
de los alrededores. También dijo que no había deserción porque cuando un chico
faltaba las maestras iban hasta la casa a preguntar qué estaba ocurriendo en la
familia.
También en 1998, la mejor escuela secundaria fue una técnica
de San Nicolás, en el cinturón industrial que une Buenos Aires con Rosario, al
norte de la
Capital Federal. Los diarios reflejaron que los alumnos, en
su mayoría de barrios periféricos, triunfaron en las pruebas, según el
director, por su trabajo y por el empeño de los docentes.
Es fácil imaginar el reparo ante estos casos. ¿No se está,
acaso, en presencia de algo en principio tan poco científico como el ejemplo?
¿La rareza, insumo básico de cualquier trabajo periodístico, no oculta la
regularidad, objetivo máximo de una medición imparcial y objetiva? ¿No existe
el riesgo de que las peculiaridades tapen una visión más profunda sobre la
educación?
Naturalmente, los peligros están al alcance de la mano. Pero conviene
apuntar que son los mismos de cualquier evaluación, e incluso de cualquier
descripción de la
realidad. En buena medida por razones ideológicas, la caída
del Muro de Berlín y el famoso final de los grandes relatos supuso, para muchos
científicos sociales, la desconfianza estructural hacia todo tipo de análisis
cualitativo y una absolutización del valor de lo cuantitativo, lo
internacionalmente comparable a través de índices, otra vez los grandes
números.
Para que quede claro: no es que lo cuantitativo sea “de
derecha” y lo cualitativo “de izquierda”. Es que, por un momento, el sacudón
del mundo fue interpretado por muchos intelectuales como un modo de
finalización de la
política. Si para el viejo comunismo el final de la política
llegaría con la desaparición del Estado y la extinción de la sociedad clasista,
para el enfoque inverso la desaparición de ese horizonte casi providencialista
equivalía al vaciamiento de toda discusión de fondo, a la renuncia por
anticipado a todo análisis que no se apoyara en un índice.
Para que quede claro también esto: sería tonto, inútil y
fetichista al revés despreciar la cuantificación de metas y resultados. Sonaría
a un antiintelectualismo que remata siempre en una política de primates,
emparentada finalmente con el poder en estado puro y descarnado y una visión
pragmática de las cosas en el peor sentido de la palabra, el del utilitarismo
sin objetivos sociales ni planes desplegados desde el Estado.
Lejos de cualquier maniqueísmo, los ejemplos anteriores
muestran que las evaluaciones educativas sirvieron para acercar elementos del
debate educativo, de los especialistas, a los ciudadanos. Sin embargo, quien
dice acercar no dice profundizar ni continuar. Ni el Estado, ni los
planificadores educativos, ni los medios, ni los periodistas especializados
aprovecharon esa formidable cantera de temas para seguir una discusión pública
apasionante. Es posible, por ejemplo, que el éxito pampeano sea una rareza.
Pero, ¿lo es también el debate sobre la proximidad entre docentes y alumnos? Y
con el caso de San Nicolás, ¿no se discute también en público, con absoluta
transparencia y sencillez, que no hay éxito posible sin una comunidad educativa
fuerte, motivada y con mística? Es verdad, como se vio, que los diarios
titularon muchas veces con un tono que disgustaba al gobierno por los buenos
motivos (la superficialidad después de un trabajo tan serio como la evaluación)
y también por los malos (a los funcionarios suele disgustarles la crítica).
Pero, nuevamente, en cada artículo del ramo de los interesantes había material
para el seguimiento y el debate. En el caso argentino, quizás la discusión
pública sobre la educación sea pobre y poco específica, pero tal vez haya
aportado su cuota de información y polémica al debate general sobre la pobreza,
la exclusión y la desigualdad que forman parte de la agenda pública central del
país.
¿Y los docentes? El reflejo de los maestros en los medios
acostumbra ser simpático y cariñoso. Son, por ejemplo, el único gremio capaz de
resolver huelgas con gran frecuencia y ser “perdonados” por la sociedad. Pero la
evaluación es una pelea permanente que los medios reflejan marcando la
desconfianza mutua entre el Estado y los docentes. Reflejan otra cosa también:
que no hay acuerdo, acercamiento y discusión pública intelectualmente honesta
entre los dos sectores. Los docentes desconfían de las evaluaciones oficiales y
aun de las públicas no estatales. Y el Estado recela de lo que califica como
falta de colaboración de los maestros.
En la Argentina tuvo mucho impacto una encuesta encargada
por el gremio docente. Demostraba, entre otras cosas, estas cosas:
• El 40 por ciento de las maestras es jefe de hogar y tiene
a su cargo entre dos y cinco personas.
• El 88 por ciento de los docentes trabaja en escuelas sin
gimnasio.
• El 41 por ciento se desempeña en establecimientos sin
biblioteca.
• El 18 por ciento de los maestros trabaja en escuelas con
más de mil alumnos.
• El 90 por ciento de las escuelas no tienen servidor de
Internet ni e mail.
• La mitad de los docentes está por debajo de la línea de
pobreza.
Pero, a la vez, la encuesta fue reacia a descubrir y
describir el mundo de los valores de los maestros, en rigor no muy distintos
del mundo de valores del resto de la sociedad y por lo tanto no siempre noble,
altruista y modélico para los alumnos.
Si la evaluación se convierte en una trampa, si al final
parece que no midiera nada útil, si sólo genera problemas con los docentes y a primera
vista no es útil para intensificar la discusión educativa dentro de la agenda
pública, ¿no convendrá suprimirla?
Una tentación a mano de los funcionarios del Estado es que
la evaluación sea secreta.
No estoy de acuerdo por razones de principio y por motivos
prácticos. Razones de principio: en una democracia moderna, y armas atómicas al
margen, no hay secreto válido que obture la transparencia. Motivos
prácticos: si es difícil conservar un secreto cuando el protagonista es una
sola persona, es imposible mantenerlo si ya son como mínimo dos. Los seres
humanos no suelen comportarse como conspiradores, y aun si lo lograsen no sería
conveniente encarar la evaluación educativa como una tarea de topos dignos de
John Le Carré.
La otra tentación es que la evaluación no sea secreta pero
que, a la vez, no dependa de la difusión activa por parte de las autoridades
oficiales. Mi opinión es que también éste es un atajo sin sentido. La
evaluación ya es una herramienta aceptada por la sociedad, que la espera. Tal vez la
espere con una ansiedad desproporcionada, pero así es la vida. Quitarla
ahora de la difusión habitual equivaldría a instalar una sospecha: por algo se
oculta hoy lo que antes era público.
No quiero entrar en cómo el Estado evalúa la educación. No es mi
especialidad. Pero desde un punto de vista más general -social, político,
incluso de comunicación entre gobernantes y ciudadanos- parece claro que si la
intención es contar con un Estado fuerte que opere activamente para reducir la
desigualdad, la comunicación no puede limitarse a la administración de índices.
Más allá de la evaluación, y sin sugerir de ningún modo la manipulación de los
datos o su tergiversación, es evidente que el Estado puede orientar el debate
educativo. Igual que en periodismo, al Estado debe exigírsele la mayor
objetividad posible respecto de los datos y la descripción de la realidad. Pero, más
aún que en periodismo, no hay gobierno sin encarnar en objetivos políticos y de
liderazgo social las políticas públicas de la educación. Los
datos son los datos: sagrados.
Sería deseable, en mi opinión, que las conclusiones
reflejaran cada vez más la intención de recoger el consenso social sobre
educación y de alimentar ese consenso con nuevos temas, nuevas provocaciones,
nuevos debates, nuevos objetivos.
Se dirá que no hay garantías de que el periodismo acompañe.
Que incluso las mejores intenciones oficiales chocan con la ignorancia, los
intereses creados y la indiferencia de los medios. Pero, otra vez, así es la vida. Ninguna
iniciativa política tiene asegurada su repercusión, aunque al mismo tiempo
conviene recordar que el impacto siempre es mayor cuando el Estado informa de
una manera honesta, interesante, motivadora y poco burocrática. Y, del mismo
modo que ocurre con la libertad de expresión, no se trata sobre todo de la
libertad para informar sino de la respuesta al derecho de los ciudadanos a
saber. Ese derecho determina que informar sea, entonces, no una facultad sino
un deber social, equivalente a un servicio público.
Tengo algunas conclusiones provisorias:
Una, que la evaluación no es la panacea, como no lo es
ninguna herramienta puramente cuantitativa.
La segunda, que si no es la fórmula de la felicidad
universal no debe ser presentada como tal.
La tercera, que el Estado no debe suprimirla.
La cuarta, que nada reemplaza al ejercicio de la política. La quinta,
que la política sigue incluyendo la instalación de temas, de conclusiones, de
valoraciones, válidos en tanto no surjan de la manipulación de los datos sino
de su interpretación transparente y honrada.
La sexta, que así como no hay periodismo sin convertir la
información en tema no hay evaluación bien comunicada y socialmente útil sin
transformar el dato en eje de debate público.
La séptima, que el futuro de la evaluación como herramienta
política está ligado a la participación de los docentes. Participación difícil
y en apariencia imposible, pero insustituible.
La octava, que la sociedad, con una visión en este tema más
cualitativa y sabia, no espera la evaluación de cada año para tomar posición
frente a la realidad educativa.
La novena, que reproducir a escala internacional la lógica
de los grandes números es vaciar la política como herramienta de ciudadanía y
transformación de los habitantes en sujetos.
La décima, que siempre habrá tensión entre el Estado y los
docentes, y entre el Estado y los medios. Por eso, diseñar políticas o actuar
como si esa tensión pudiera suprimirse sólo llevará a la creación de nuevos
dogmas y nuevos ámbitos de rigidez. Una parte de la política es la
imprevisibilidad, la contingencia, el azar, la pelea, el conflicto, el acuerdo,
el consenso y el juego de las veleidades. Pensar que en sociedades
culturalmente ricas y complejas como las nuestras toda realidad, toda
evaluación y todo proceso comunicativo es controlable del principio al fin
suena a una ilusión de chicos.
Extraído de:
La evaluación como fetiche
Martín Granovsky
En: Evaluar las
evaluaciones
Una mirada política acerca de las evaluaciones de Calidad
Educativa
IIPE UNESCO
En la sección “Biblioteca” hay un link hacia el PDF completo