“En una escuela que
tensiona por la equidad, la evaluación, como dispositivo diferenciador, hace
ruido en algún lugar”. Estas palabras de Javier Bonilla, Director Ejecutivo
del CODICEN – Uruguay, se suman y permiten observar el tono de un debate. La
idea de buscar esos “ruidos” o esos “costos” y compararlos con los beneficios
se empieza a transformar en un eje de la discusión acerca de las evaluaciones.
Parecen estar más claros los costos que los beneficios, y eso lleva a una
revisión crítica; la idea es que las evaluaciones de la calidad empiezan a
verse sometidas, ellas mismas, a un proceso de evaluación.
Estas políticas aparecieron como una de las innovaciones
principales de las reformas implementadas en la década de los años ‘90. Y,
paradójicamente, los propios tomadores de decisiones sienten que son estos
dispositivos los que han puesto en “jaque” a las reformas. Han expuesto a la
política educativa, la han sometido a la opinión pública y, en ese campo, las
decisiones y el debate abandonaron la exclusividad del mundo educativo. Desde
ese punto de vista, la capacidad de dar respuestas, de analizar datos y de
producir cambios, se encuentra muy condicionada.
La centralidad que las evaluaciones de la calidad han
asumido en la mirada que la sociedad tiene sobre la educación las vuelve un
aspecto que merece ser analizado con mayor cuidado. Han dejado de ser un objeto
técnico-pedagógico para transformarse en uno de carácter político.
Más allá del consenso existente sobre su importancia y sobre
las ventajas de su instalación, resulta fundamental volver a pensarlas,
principalmente, desde sus dimensiones política, comunicacional, pedagógica y en
el modo en que estos dispositivos interactúan con el conjunto de los actores
educativos.
Se trata de proponerse una evaluación de las evaluaciones, a
diez años de su instalación en los sistemas educativos de la región, y de
revisar críticamente la experiencia.
Una visión política
Las evaluaciones se han vuelto un hecho político. Los
gobiernos y sus políticas son analizados a partir de los resultados de la
aplicación de estos dispositivos. El mundo de la educación ha creado un
instrumento sobre el que parece haber perdido el monopolio del debate. En el
momento en que las evaluaciones han llegado a los medios de comunicación
masiva, han quedado de algún modo fuera del campo exclusivo de los gestores
educativos o de los pedagogos. La comunidad educativa ha “bendecido” un
indicador capaz de dar cuenta de la situación de la educación en materia de
aprendizaje de los alumnos y en esos términos lo ha recibido la sociedad. Desde
ese momento, se han vuelto un procedimiento de las políticas públicas en su
conjunto, y eso implica la participación de otros actores. Las desigualdades
sociales, la competitividad de los países, la eficiencia del gasto, entre otras
variables, empiezan a incluir la información de los operativos de evaluación de
la calidad para ser analizadas.
En ese contexto, el mundo educativo ha perdido el manejo
exclusivo de la
herramienta. Ya no se trata de un dispositivo que produce
información para el debate educativo exclusivamente, ha dejado de ser un objeto
de discusión técnica, el mundo político se ha apropiado de sus resultados y los
ha incorporado a sus debates. En muchos casos, con análisis apresurados, poco
apropiados e, incluso, revelando muchos de los errores cometidos o la necesidad
de producir cambios.
¿Cómo recuperamos la posibilidad de pensar la herramienta?
¿Cómo volvemos a transformarla en un dispositivo capaz de brindarnos
información para el mejoramiento de la calidad y la equidad? Tales parecen ser
las preguntas de los tomadores de decisiones. Retomando las palabras de Martín
Granovsky, en el Seminario: “Si no
llenamos la evaluación con información y análisis, los resultados están
sustituyendo a la política”.
Parece necesario recuperar el sentido. ¿Evaluamos para
mejorar la equidad y calidad de nuestros sistemas educativos?, ¿lo hacemos para
juzgar al sistema y acusarlo? Porque de acuerdo a las intenciones que tengamos,
los instrumentos serán las propias políticas, no serán un instrumento sino un
contenido. Los sistemas educativos dejarán de trabajar para mejorar la calidad
y la equidad educativa y pasarán a trabajar para el mejoramiento de los
resultados de las evaluaciones.
Los dispositivos y sus productos han tenido mayor impacto en
la construcción del imaginario educativo de la sociedad, que en la
transformación de las estrategias educativas. En el plano de lo simbólico
vivimos, como expresó Juan Froemmel en el Seminario: “el síndrome del análisis
melancólico, todos creen que nunca tuvo fiebre porque nunca se la midieron”; la
sociedad no cuenta con registros históricos, con lo cual “se pelea” con los
actuales. En este sentido, Ottone dijo en el Seminario: “Existe la idea de un pasado «glorioso», una escuela que convivía
cotidianamente con la
excelencia. Con ese pasado es imposible compararse porque ese
era un mundo más feliz. No creo que la felicidad sea un efecto de las políticas
públicas, la felicidad es compleja. Es muy complejo hacer políticas públicas
contra ese síndrome de la nostalgia”. No existen registros históricos en la
región que permitan comparaciones serias con el pasado, pero, de todos modos,
el imaginario social los ha construido. Y resulta complejo relativizar esas
ideas incorporando el dato de las tasas de escolarización o de la complejidad
de los planteos curriculares o de la menor desigualdad, en algunos casos.
Parece haber un dictamen que establece que la escuela actual es peor que la del
pasado. Y ese dictamen parece asociarse a la calidad de nuestros gobernantes.
Las evaluaciones parecen haber sido funcionales a este
síndrome, quizás, hasta lo hayan alimentado. Acaso hayan confirmado a la
sociedad que ya no tendrá una escuela de excelencia como la que tuvo.
La sensación es que esos resultados han venido a confirmar
el peso de ciertos condicionantes estructurales. Así lo indicó J. J. Brunner,
en el Seminario: “Ningún indicador logra
imponerse a los de los condicionantes sociales. En el mejor de los casos se
podría llegar a equiparar el efecto del origen social. La escuela no puede
compensar a la sociedad, el sentido común le ha ganado a las comprobaciones
científicas”. Estas afirmaciones tienen un enorme peso en términos de la
ejecución de políticas, es casi una justificación para disminuir las
inversiones en educación y centrarlas en las políticas sociales. Podrían
permitir razonamientos que justifiquen el hecho de que si los resultados
educativos están condicionados por los sociales, no conviene invertir en
políticas educativas, sino en aquellos programas sociales que garanticen las
condiciones de educabilidad, dado que hasta que impactemos la situación social
de los beneficiarios, no podremos mejorar sus resultados educativos.
El pesimismo pedagógico de final de década, la evidencia de
que enormes inversiones y una importante apuesta política no han producido
resultados significativos en materia de calidad, hace que este tipo de
argumentos ganen espacio. La idea de que el sistema tiene muy baja
permeabilidad a los cambios, que es muy difícil producir transformaciones
cualitativas y que requieren gran cantidad de recursos, parece ser un obstáculo
para volver a construir un clima favorable a la inversión educativa.
Al mismo tiempo, el análisis de los resultados de las
evaluaciones internacionales muestra que los promedios de la región se componen
de sectores acomodados de la sociedad que brindan a sus hijos una educación que
puede ser ubicada dentro de los estándares internacionales, y otros cuya
calidad se aleja cada día más de dichos estándares.
Esta evidencia anima a algunos sectores a preguntarse si es
posible garantizar una educación de calidad para todos o si deberemos
conformarnos con garantizársela a los grupos más dinámicos de la sociedad,
aquellos que parecerían en condiciones de darle competitividad a las economías
de sus países. Estos peligrosos razonamientos son algunos de los elementos que
nos obligan a asumir un análisis más cuidadoso de los resultados de las
pruebas. En ese sentido es que los mismos han trascendido el análisis del mundo
pedagógico: no sólo tienen impacto sobre las políticas curriculares o de
gestión institucionales, también pueden tenerlos sobre las políticas de empleo,
de inversión industrial, etcétera.
¿De qué hablan los tomadores de decisiones cuando afirman
que hay que apropiarse de las evaluaciones? El Presidente de la IEA, Alejandro
Tiana, dijo: “Hay una cuestión de la
complejidad de la evaluación que tiene una vertiente de conocimiento y otra de
valoración. La vertiente política es la de la valoración y la ponderación”.
Por su parte, Martha Lafuende expresó: “Creo
que llega el momento de empezar a llamar a las cosas por su nombre, nos hemos
propuesto evaluar calidad y estamos midiendo, no evaluando. Evaluar exige tener
un patrón con qué compararse y ese patrón no está del todo claro”.
Aparece la idea de que se ha concebido una política como un hecho técnico y, después de una década, parece claro que es necesario revisar esa decisión, entender que esas decisiones técnicas deben dar cuenta de definiciones filosófico-políticas. Se construyeron indicadores que se definieron técnicamente, y que consideran casi con exclusividad las habilidades académicas. Nuestros índices no consideran el aumento de las tasas de escolarización, la capacidad del sistema para homogeneizar actores de una sociedad cada día más segmentada, dar cuenta de los nuevos públicos que la escuela ha sido capaz de albergar, de la capacidad de contener otras realidades sociales, etc. Y esas definiciones implican una toma de postura ideológica, utilizar unas variables y abandonar otras; lo cierto es que la experiencia de los ‘90 hace pensar más en una “no toma” de posición política, en el sentido de que los tomadores de decisiones no se posicionaron en ese punto.
Aparece la idea de que se ha concebido una política como un hecho técnico y, después de una década, parece claro que es necesario revisar esa decisión, entender que esas decisiones técnicas deben dar cuenta de definiciones filosófico-políticas. Se construyeron indicadores que se definieron técnicamente, y que consideran casi con exclusividad las habilidades académicas. Nuestros índices no consideran el aumento de las tasas de escolarización, la capacidad del sistema para homogeneizar actores de una sociedad cada día más segmentada, dar cuenta de los nuevos públicos que la escuela ha sido capaz de albergar, de la capacidad de contener otras realidades sociales, etc. Y esas definiciones implican una toma de postura ideológica, utilizar unas variables y abandonar otras; lo cierto es que la experiencia de los ‘90 hace pensar más en una “no toma” de posición política, en el sentido de que los tomadores de decisiones no se posicionaron en ese punto.
Se ha construido un indicador de calidad que es puramente
académico, se han considerado fundamentalmente los aciertos en Lengua y
Matemáticas como indicadores de una buena educación. Pero no es que, en
consecuencia, esa sea la demanda que se le formula a la escuela, no ha sido ese
el único objetivo de las reformas. Y en el caso de que ese hubiera sido,
tampoco se le garantizaron las condiciones de educabilidad mínimas para
producir esos aprendizajes.
Se le ha pedido a la escuela que enseñe contenidos
definidos, y se formularon evaluaciones acerca del grado de adquisición de los
mismos por parte de los alumnos. Pero también se le demandó que les dé de comer
a los niños y jóvenes, que controle su vacunación, que les haga los documentos
de identidad, que presione a los padres para que eduquen a sus hijos como corresponde,
etcétera. Y ni siquiera los sistemas educativos fueron capaces de liberarla del
peso administrativo de las burocracias, no se han dictado normativas y regulaciones
que faciliten la tarea, no se han generado programas de capacitación eficientes
para sus docentes, de modo que pudieran enseñar dichos contenidos.
Y en ese sentido, la escuela ha quedado sola adelante de la
sociedad; se la midió con un indicador de nivel académico similar al de otras
regiones del planeta en las que la escuela cuenta con una cantidad de variables
garantizadas. No se han construido indicadores capaces de dar cuenta del
conjunto de las misiones y funciones que se le encomendaron al sistema
educativo. Ni siquiera, que consideren el contexto en el que se le han pedido
dichos resultados.
Las evaluaciones de la calidad han lanzado al sistema
educativo a la discusión política y, por lo tanto, las consecuencias de dichas
discusiones generan un fuerte impacto sobre la imagen de los gobiernos, sobre
el campo de la política educativa y sobre el de la política en general.
No es posible enfrentar una discusión política con enfoques
técnicos solamente. Quizás haya llegado la hora de asumir la discusión de
sentido, la definición de objetivos de política y de someter las herramientas a
esos principios. Quizás el problema resida en que, tal como dijimos
previamente, se ha medido pero no evaluado, y medido determinadas variables y
no otras. Y más allá de que los equipos políticos no hayan construido esas
decisiones, las mismas han adquirido ese carácter.
Quizás la primera conclusión de este análisis sea que, más
allá de la politización “de hecho” que sufrió el mundo de las evaluaciones, ha
llegado el momento de que los tomadores de decisiones en materia de políticas
educativas, los especialistas del campo y los equipos de los organismos
multilaterales asuman que este es un debate de sentido, y que entrar al mismo
por el “costado” técnico en lugar de hacerlo por el político es un error y nos
conducirá a conclusiones falsas.
Extraído de:
Evaluar las evaluaciones
Gustavo Iaies
En: Evaluar las
evaluaciones
Una mirada política acerca de las evaluaciones de Calidad
Educativa
IIPE UNESCO
En la sección “Biblioteca” hay un link hacia el PDF completo
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