jueves, 18 de julio de 2013

Una visión política sobre las Evaluaciones de Calidad Educativa

¿Qué función cumple la Evaluación en la escuela? Es un instrumento, mediante el cual se ejecuta la selección. Mediante ella, queda legitimado el proceso de estratificación social. Esto mismo puede pensarse para las Evaluaciones de Calidad Educativa, y es necesario entonces “evaluar las evaluaciones”, y como tiene consecuencias políticas, hay que hacerlo desde este punto de vista, centrándonos en una pregunta ¿Evaluamos para mejorar la calidad y equidad del sistema? 
 


“En una escuela que tensiona por la equidad, la evaluación, como dispositivo diferenciador, hace ruido en algún lugar”. Estas palabras de Javier Bonilla, Director Ejecutivo del CODICEN – Uruguay, se suman y permiten observar el tono de un debate. La idea de buscar esos “ruidos” o esos “costos” y compararlos con los beneficios se empieza a transformar en un eje de la discusión acerca de las evaluaciones. Parecen estar más claros los costos que los beneficios, y eso lleva a una revisión crítica; la idea es que las evaluaciones de la calidad empiezan a verse sometidas, ellas mismas, a un proceso de evaluación.

Estas políticas aparecieron como una de las innovaciones principales de las reformas implementadas en la década de los años ‘90. Y, paradójicamente, los propios tomadores de decisiones sienten que son estos dispositivos los que han puesto en “jaque” a las reformas. Han expuesto a la política educativa, la han sometido a la opinión pública y, en ese campo, las decisiones y el debate abandonaron la exclusividad del mundo educativo. Desde ese punto de vista, la capacidad de dar respuestas, de analizar datos y de producir cambios, se encuentra muy condicionada.

La centralidad que las evaluaciones de la calidad han asumido en la mirada que la sociedad tiene sobre la educación las vuelve un aspecto que merece ser analizado con mayor cuidado. Han dejado de ser un objeto técnico-pedagógico para transformarse en uno de carácter político.

Más allá del consenso existente sobre su importancia y sobre las ventajas de su instalación, resulta fundamental volver a pensarlas, principalmente, desde sus dimensiones política, comunicacional, pedagógica y en el modo en que estos dispositivos interactúan con el conjunto de los actores educativos.

Se trata de proponerse una evaluación de las evaluaciones, a diez años de su instalación en los sistemas educativos de la región, y de revisar críticamente la experiencia.

Una visión política
Las evaluaciones se han vuelto un hecho político. Los gobiernos y sus políticas son analizados a partir de los resultados de la aplicación de estos dispositivos. El mundo de la educación ha creado un instrumento sobre el que parece haber perdido el monopolio del debate. En el momento en que las evaluaciones han llegado a los medios de comunicación masiva, han quedado de algún modo fuera del campo exclusivo de los gestores educativos o de los pedagogos. La comunidad educativa ha “bendecido” un indicador capaz de dar cuenta de la situación de la educación en materia de aprendizaje de los alumnos y en esos términos lo ha recibido la sociedad. Desde ese momento, se han vuelto un procedimiento de las políticas públicas en su conjunto, y eso implica la participación de otros actores. Las desigualdades sociales, la competitividad de los países, la eficiencia del gasto, entre otras variables, empiezan a incluir la información de los operativos de evaluación de la calidad para ser analizadas.

En ese contexto, el mundo educativo ha perdido el manejo exclusivo de la herramienta. Ya no se trata de un dispositivo que produce información para el debate educativo exclusivamente, ha dejado de ser un objeto de discusión técnica, el mundo político se ha apropiado de sus resultados y los ha incorporado a sus debates. En muchos casos, con análisis apresurados, poco apropiados e, incluso, revelando muchos de los errores cometidos o la necesidad de producir cambios.

¿Cómo recuperamos la posibilidad de pensar la herramienta? ¿Cómo volvemos a transformarla en un dispositivo capaz de brindarnos información para el mejoramiento de la calidad y la equidad? Tales parecen ser las preguntas de los tomadores de decisiones. Retomando las palabras de Martín Granovsky, en el Seminario: “Si no llenamos la evaluación con información y análisis, los resultados están sustituyendo a la política”.

Parece necesario recuperar el sentido. ¿Evaluamos para mejorar la equidad y calidad de nuestros sistemas educativos?, ¿lo hacemos para juzgar al sistema y acusarlo? Porque de acuerdo a las intenciones que tengamos, los instrumentos serán las propias políticas, no serán un instrumento sino un contenido. Los sistemas educativos dejarán de trabajar para mejorar la calidad y la equidad educativa y pasarán a trabajar para el mejoramiento de los resultados de las evaluaciones.

Los dispositivos y sus productos han tenido mayor impacto en la construcción del imaginario educativo de la sociedad, que en la transformación de las estrategias educativas. En el plano de lo simbólico vivimos, como expresó Juan Froemmel en el Seminario: “el síndrome del análisis melancólico, todos creen que nunca tuvo fiebre porque nunca se la midieron”; la sociedad no cuenta con registros históricos, con lo cual “se pelea” con los actuales. En este sentido, Ottone dijo en el Seminario: “Existe la idea de un pasado «glorioso», una escuela que convivía cotidianamente con la excelencia. Con ese pasado es imposible compararse porque ese era un mundo más feliz. No creo que la felicidad sea un efecto de las políticas públicas, la felicidad es compleja. Es muy complejo hacer políticas públicas contra ese síndrome de la nostalgia”. No existen registros históricos en la región que permitan comparaciones serias con el pasado, pero, de todos modos, el imaginario social los ha construido. Y resulta complejo relativizar esas ideas incorporando el dato de las tasas de escolarización o de la complejidad de los planteos curriculares o de la menor desigualdad, en algunos casos. Parece haber un dictamen que establece que la escuela actual es peor que la del pasado. Y ese dictamen parece asociarse a la calidad de nuestros gobernantes.

Las evaluaciones parecen haber sido funcionales a este síndrome, quizás, hasta lo hayan alimentado. Acaso hayan confirmado a la sociedad que ya no tendrá una escuela de excelencia como la que tuvo.

La sensación es que esos resultados han venido a confirmar el peso de ciertos condicionantes estructurales. Así lo indicó J. J. Brunner, en el Seminario: “Ningún indicador logra imponerse a los de los condicionantes sociales. En el mejor de los casos se podría llegar a equiparar el efecto del origen social. La escuela no puede compensar a la sociedad, el sentido común le ha ganado a las comprobaciones científicas”. Estas afirmaciones tienen un enorme peso en términos de la ejecución de políticas, es casi una justificación para disminuir las inversiones en educación y centrarlas en las políticas sociales. Podrían permitir razonamientos que justifiquen el hecho de que si los resultados educativos están condicionados por los sociales, no conviene invertir en políticas educativas, sino en aquellos programas sociales que garanticen las condiciones de educabilidad, dado que hasta que impactemos la situación social de los beneficiarios, no podremos mejorar sus resultados educativos.

El pesimismo pedagógico de final de década, la evidencia de que enormes inversiones y una importante apuesta política no han producido resultados significativos en materia de calidad, hace que este tipo de argumentos ganen espacio. La idea de que el sistema tiene muy baja permeabilidad a los cambios, que es muy difícil producir transformaciones cualitativas y que requieren gran cantidad de recursos, parece ser un obstáculo para volver a construir un clima favorable a la inversión educativa.

Al mismo tiempo, el análisis de los resultados de las evaluaciones internacionales muestra que los promedios de la región se componen de sectores acomodados de la sociedad que brindan a sus hijos una educación que puede ser ubicada dentro de los estándares internacionales, y otros cuya calidad se aleja cada día más de dichos estándares.

Esta evidencia anima a algunos sectores a preguntarse si es posible garantizar una educación de calidad para todos o si deberemos conformarnos con garantizársela a los grupos más dinámicos de la sociedad, aquellos que parecerían en condiciones de darle competitividad a las economías de sus países. Estos peligrosos razonamientos son algunos de los elementos que nos obligan a asumir un análisis más cuidadoso de los resultados de las pruebas. En ese sentido es que los mismos han trascendido el análisis del mundo pedagógico: no sólo tienen impacto sobre las políticas curriculares o de gestión institucionales, también pueden tenerlos sobre las políticas de empleo, de inversión industrial, etcétera.

¿De qué hablan los tomadores de decisiones cuando afirman que hay que apropiarse de las evaluaciones? El Presidente de la IEA, Alejandro Tiana, dijo: “Hay una cuestión de la complejidad de la evaluación que tiene una vertiente de conocimiento y otra de valoración. La vertiente política es la de la valoración y la ponderación”. Por su parte, Martha Lafuende expresó: “Creo que llega el momento de empezar a llamar a las cosas por su nombre, nos hemos propuesto evaluar calidad y estamos midiendo, no evaluando. Evaluar exige tener un patrón con qué compararse y ese patrón no está del todo claro”.
Aparece la idea de que se ha concebido una política como un hecho técnico y, después de una década, parece claro que es necesario revisar esa decisión, entender que esas decisiones técnicas deben dar cuenta de definiciones filosófico-políticas. Se construyeron indicadores que se definieron técnicamente, y que consideran casi con exclusividad las habilidades académicas. Nuestros índices no consideran el aumento de las tasas de escolarización, la capacidad del sistema para homogeneizar actores de una sociedad cada día más segmentada, dar cuenta de los nuevos públicos que la escuela ha sido capaz de albergar, de la capacidad de contener otras realidades sociales, etc. Y esas definiciones implican una toma de postura ideológica, utilizar unas variables y abandonar otras; lo cierto es que la experiencia de los ‘90 hace pensar más en una “no toma” de posición política, en el sentido de que los tomadores de decisiones no se posicionaron en ese punto.

Se ha construido un indicador de calidad que es puramente académico, se han considerado fundamentalmente los aciertos en Lengua y Matemáticas como indicadores de una buena educación. Pero no es que, en consecuencia, esa sea la demanda que se le formula a la escuela, no ha sido ese el único objetivo de las reformas. Y en el caso de que ese hubiera sido, tampoco se le garantizaron las condiciones de educabilidad mínimas para producir esos aprendizajes.

Se le ha pedido a la escuela que enseñe contenidos definidos, y se formularon evaluaciones acerca del grado de adquisición de los mismos por parte de los alumnos. Pero también se le demandó que les dé de comer a los niños y jóvenes, que controle su vacunación, que les haga los documentos de identidad, que presione a los padres para que eduquen a sus hijos como corresponde, etcétera. Y ni siquiera los sistemas educativos fueron capaces de liberarla del peso administrativo de las burocracias, no se han dictado normativas y regulaciones que faciliten la tarea, no se han generado programas de capacitación eficientes para sus docentes, de modo que pudieran enseñar dichos contenidos.

Y en ese sentido, la escuela ha quedado sola adelante de la sociedad; se la midió con un indicador de nivel académico similar al de otras regiones del planeta en las que la escuela cuenta con una cantidad de variables garantizadas. No se han construido indicadores capaces de dar cuenta del conjunto de las misiones y funciones que se le encomendaron al sistema educativo. Ni siquiera, que consideren el contexto en el que se le han pedido dichos resultados.

Las evaluaciones de la calidad han lanzado al sistema educativo a la discusión política y, por lo tanto, las consecuencias de dichas discusiones generan un fuerte impacto sobre la imagen de los gobiernos, sobre el campo de la política educativa y sobre el de la política en general.

No es posible enfrentar una discusión política con enfoques técnicos solamente. Quizás haya llegado la hora de asumir la discusión de sentido, la definición de objetivos de política y de someter las herramientas a esos principios. Quizás el problema resida en que, tal como dijimos previamente, se ha medido pero no evaluado, y medido determinadas variables y no otras. Y más allá de que los equipos políticos no hayan construido esas decisiones, las mismas han adquirido ese carácter.
Quizás la primera conclusión de este análisis sea que, más allá de la politización “de hecho” que sufrió el mundo de las evaluaciones, ha llegado el momento de que los tomadores de decisiones en materia de políticas educativas, los especialistas del campo y los equipos de los organismos multilaterales asuman que este es un debate de sentido, y que entrar al mismo por el “costado” técnico en lugar de hacerlo por el político es un error y nos conducirá a conclusiones falsas.



Extraído de:
Evaluar las evaluaciones
Gustavo Iaies
En: Evaluar las evaluaciones
Una mirada política acerca de las evaluaciones de Calidad Educativa
IIPE UNESCO
En la sección “Biblioteca” hay un link hacia el PDF completo

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